viernes, 8 de marzo de 2013

El Repartidor

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Cuando el semáforo de la Guardia de Honor dio verde se lanzó veloz a recorrer en bajada la cuesta de Vista Hermosa rumbo a la zona 15 donde esperaban la comida que llevaba como carga en la caja de su motocicleta. Era rápido. Con un hábil movimiento logró rebasar a un automóvil y colocarse frente a otro justo antes de que el primero iniciara su propia maniobra para adelantar.

En esos momentos recordaba uno de los consejos de su padre que fue mensajero con moto toda su vida: que quepás no quiere decir que podés meterte. En ocasiones él mismo se lo repetía a sus compañeros. Algunos no lo escuchaban y entonces reflexionaba sobre la sabiduría de su progenitor al ver los resultados... fatídicos en ocasiones.

Tenía que entregar aquella comida pronto y regresar igualmente veloz a recoger una nueva ración. Su jefe, el gerente del restaurante, siempre les recordaba lo importante que era la velocidad: no se trataba de una simple comida, era el prestigio de la marca y la satisfacción del cliente, que seguramente estaba ansioso por recibir su plato y disfrutarlo con su familia o amigos. El hambre y la espera podían arruinarlo todo. No importa qué tan bien preparada estaba la comida, retrasarse significaba entregarla fría y a clientes malhumorados.

¡Importante! Claro que él se tomaba en serio su trabajo, pero en su mente una carga importante y valiosa era algo muy diferente y no se llevaba con velocidad sino con responsabilidad y cuidado. Como cuando le tocó llevar a su mujer con dolores de parto al hospital hace cinco años. ¡Su mujer! Qué valiente había sido en aquella ocasión, sin quejarse de que no pudiera pagar el taxi o que no estuviera su cuñado para llevarlos en carro. Y cuando nació su varoncito, todo fue felicidad y sonrisas. Solo él sabía la sangre fría que había tenido que tener para conducir aquella noche.

Importante era la carga que llevaba los domingos cuando los tres montaban en la moto para ir de paseo o a visitar a su suegra. ¡Eso era llevar una carga importante! Lo de la comida era... valioso, era responsabilidad, era... trabajo, y por eso había que hacerlo rápido y él era rápido.

Pero no era el más rápido. Estaba seguro porque había participado en las competencias de motovelocidad que organizaban. En la categoría "Cobra" participaban motoristas con su moto de trabajo y aunque su moto estaba "nítida" y corrió lo mejor que pudo, solo alcanzó el tercer lugar. Le consolaba recordar otro consejo de su padre: hay que ser rápidos pero no imprudentes.

Con el tiempo había desarrollado una especie de sexto sentido, algo que le alertaba para no cometer imprudencias, y sabía que muchos motoristas tenían la misma habilidad. Una vez estaba en línea con otro en un cruce esperando a que el semáforo diera verde, su mirada atenta a la luz. Cuando cambió y se preparó para salir, aceleró la moto pero se contuvo, esperó una décima de segundo y entonces la vio: una camioneta de lujo 4x4 venía a toda velocidad y cruzó con osadía sin importarle el rojo. Volteó a ver a su compañero que también lo veía. Con solo ver sus ojos por la visera del casco sabía lo que quería decirle: nos salvamos.

Los vehículos agrícolas de lujo pueden ser la peor pesadilla de un motorista. Son grandes, pesados, rápidos, y usualmente tienen un conductor que se siente tan cómodo y seguro adentro que poco le importa poner atención al motorista que trae al lado. Es más, ni siquiera lo puede ver bien. Lo peor de todo es que son tan duros que al chocar con una moto apenas sienten el efecto, dentro y fuera, con lo que es fácil que decidan que es mejor darse a la fuga sin ayudar al golpeado que siempre lleva, por mucho, la peor parte.

Con todo, entregar comida no era un mal trabajo. El restaurante era popular y nunca escaseaban los pedidos. Al contrario. Los días de partido eran los más atareados. Los grupos de amigos se reunían en la casa de alguno, tomaban el teléfono y ordenaban comida, por montones. Por lo general al tocar la puerta se encontraba con una cara amable que lo recibía gustoso como a un amigo añorado. Algunos hasta le daban propina. Y si el partido era de la selección se sentían solidarios poniéndolo al tanto de cómo iban.

Pero no siempre era así. Había de todo. Clientes difíciles que encontraban defectos hasta en las servilletas. ¡Sí! En las servilletas, que si muy pocas, que si muy pequeñas, que si no vienen limpias... El jefe los había instruido en lo que había que hacer en esos casos: cero descuentos y se les invita a comunicarse con la empresa, y hasta podía recitar aquello de "puede ponerlo en el Facebook" aunque no estaba muy seguro de qué quería decir. Asunto terminado y salir rápido como decía el jefe.

¡Salir rápido! Ese oficinista no sabía lo que era salir rápido, pero de miedo. Como cuando lo agarraron de inocente y lo mandaron a entregar comida a aquella extraña colonia. Una mujer le abrió la puerta. Era joven, hermosa y con vestiduras que combinaban lo sensual con lo vulgar. Tenía bellos ojos, pero su mirada era triste. Le pagó en efectivo y se metió a la casa sin despedirse. La puerta la cerró un hombre fornido y de cabeza rapada que ni siquiera lo saludó pero que le transmitió un mensaje con solo verlo: vete rápido de aquí. Entonces se dio cuenta de dónde andaba y se montó en su moto que afortunadamente todavía estaba allí. Arrancó y salió tan rápido como pudo, sin atender al que gritaba a sus espaldas diciendo: ¡Hey vos! Aquí también queremos... vení. Cuando lo contrataron le dijeron que no entregaban en zonas rojas, ¿cómo fue a parar allí? ¡Pero ni loco volvía! Al regresar le contó su experiencia a sus compañeros y al jefe para asegurarse de que no tomaran pedidos en esa zona. Afortunadamente contaba con el apoyo de ambos para eso.

Al final del día hacían un balance del número de pedidos que cada cual había entregado en el turno. Sus números iban bien, sus tiempos eran buenos, había trabajo y había cheque en cada quincena. Se sentía satisfecho y productivo al ver todo aquello y se iba a su casa tranquilo.

Volvió a concentrarse en su camino en la bajada de Vista Hermosa que le gustaba tomar a casi 80 kilómetros por hora. Con un rápido movimiento de la mano se levantó la visera del casco y dejó que el viento fresco del día nublado le bañara la cara, aceleró dejando atrás a varios automóviles y pensó: "tengo el mejor trabajo del mundo".

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