Fue aquella una noche particularmente fría del mes de Febrero. Caminando de regreso a casa sentía la baja temperatura a pesar del abrigo y calcetines gruesos que llevaba puestos. El viento era helado. Sus articulaciones se sentían rígidas, como si la sangre se le estuviera congelando. Las pocas personas en la calle parecían anhelar estar en otro lugar. No mostraban ningún entusiasmo por estar ahí.
Un grupo de indigentes buscaba algo de calor formando un grupo. Sintió pena por ellos. La única expectativa que podían tener era la de una larga y fría noche tratando de aguantar hasta que el sol les calentara con sus rayos al día siguiente. ¿Qué los habría llevado hasta ahí? ¿Cómo pudo ser su vida para que terminaran de esa forma? No lo sabía. Había quienes decían aquella situación era una especie de castigo por su pereza, desinterés, o por haberse dejado llevar por el vicio y las drogas. No se atrevía a juzgarlos. En el fondo sentía que la razón por la que ellos estaban en la calle y él tenía un lugar a dónde ir era que tuvo un poco más de suerte.
Al llegar a su apartamento lo encontró frío
y solitario. Desde la muerte de su esposa unos meses atrás, aquellas
habitaciones parecían detenidas en el tiempo. Nada había cambiado de lugar. Él
apenas limpiaba. Su esposa había contraído Covid-19 y los médicos le
aconsejaron cuidarla en casa. Los hospitales estaban llenos, aunque no tanto
como en los días más duros de la pandemia. Le dijeron que era probable que se
recuperara sin mayores molestias. Mucha gente se estaba recuperando así. Se
contagiaban, se aislaban y luego de un par de semanas, volvían a la normalidad.
Quizá ese sería su caso.
Pero no fue así. Murió en casa y él pudo
cuidarla hasta el final. Todo sucedió muy rápido desde el diagnóstico.
Regresaron de hacerse la prueba juntos, caminando sin problemas, aunque con más
fatiga que de costumbre. Les aconsejaron dormir en cuartos separados, usar la
mascarilla en todo momento y tener juegos diferentes de platos y cubiertos para
comer. Mientras él se recuperaba ella se debilitaba. Por ratos, respirar se le
hacía muy difícil y parecía perder el conocimiento o entrar en un estado de desorientación
y delirio. Con mucho cuidado, la colocaba acostada boca abajo. Eso la ayudaba.
En ese entonces tenían un perro. El fiel
animal parecía comprender la situación y cuando ella sufría una crisis por las
noches o en las madrugadas, se encargaba de ir a despertarlo para que la
atendiera. Entraba corriendo en su habitación, ladrando y saltando para
despertarlo, hasta que se levantaba y lo seguía a la pieza de ella. Luego de su
muerte, el perro entristeció y a los pocos días murió también. Entonces se
quedó solo. La prueba negativa de Covid-19, indicativa de su recuperación
total, no le sirvió de consuelo.
Al menos el profundo frío de aquella noche
le recordaba que seguía vivo. Apenas tuvo ánimos de comer algo y tomar un té
antes de meterse a la cama. Estaba fría y solo después de un rato pudo entrar
en calor. Se durmió inmediatamente. Pero algo muy extraño estaba por ocurrir.
Despertó más tarde al escuchar un sonido
familiar. De hecho, no estaba muy seguro de estar despierto, no estaba seguro
de nada y menos de lo que estaba viendo. Al pie de su cama estaba el perro,
ladrando y saltando como cuando le avisaba que su esposa necesitaba ayuda para
respirar. Su mente divagaba. De repente estaba de nuevo en aquellos días en que
el dolor de ver sufrir a su esposa y la esperanza de su recuperación, le hacían
levantarse inmediatamente sin pensar en su propio cansancio. La sensación era
como la de entonces por lo que se apresuró a cumplir la rutina como un autómata,
con la consciencia de la realidad en suspenso. El perro claramente indicaba lo
que había que hacer. Tenía que ir a la habitación de su esposa enferma. Se detuvo
un momento y luego empezó a caminar. Cuando llegó al cuarto estaba
completamente desconcertado. Sin saber qué hacer, se sentó en la cama vacía,
perfectamente hecha, con sábanas, cobijas, ponchos y almohadas. Se preguntaba
si lo que había visto fue real o solamente un sueño.
Por un instante casi imperceptible, el
ambiente se llenó de tensión. Inmediatamente, la tierra empezó a temblar con
gran fuerza. Al pasar pesadamente los segundos sin detenerse el movimiento, se
oyeron gritos de terror y torpes pasos de gente intentando salir a la calle.
Era un gran temblor, quizá un terremoto.
Un estruendo se escuchó desde su propia
habitación, pero él continuaba sin moverse sentado en la cama de su esposa.
Luego de unos minutos, ya pasado el temblor, finalmente se atrevió a revisar lo
que había pasado y caminó de regreso a su cuarto.
Sus ojos recorrieron la escena intentando
explicar lo que veía. Las patas de un pesado ropero, carcomidas por polillas,
habían cedido ante el zarandeo, cayendo y haciendo añicos el espejo de una de
las puertas en la caída. Una máquina de coser, vieja y pesada, que pasaba los
años sobre el ropero cual corona, había ido a dar justamente donde él dormía
unos minutos antes. De haber estado ahí se habría llevado un golpe terrible.
Regresó a la habitación de su esposa y
empezó a recoger las sábanas, cobijas, ponchos y almohadas, todo lo que pudo,
haciendo con ellos un gran bulto. Con esfuerzo, se lo echó a la espalda y
empezó a caminar hacia la calle. La gente, entre confundida y asustada, pensaba
que había decidido pasar el resto de la noche a la intemperie, como precaución.
No era así. Con paso resuelto se dirigió hacia donde había visto a los
indigentes reunidos y les entregó las cobijas, mantas y almohadas. Algo
ayudarían aquellas prendas para pasar el frío de la noche.
Regresó a su casa a limpiar el desorden. No
tenía miedo de nuevos temblores. Tampoco sentía ya el intenso frío. Cuando
terminó de limpiar, con gran esfuerzo quitó la vieja máquina de coser de la
cama, la dejó en el suelo y se metió entre las sábanas. Solamente tenía un
pensamiento: gracias por el aviso.