lunes, 3 de agosto de 2020

Los ojos de ella


Los Ojos de Ella

Ocurrió durante la gran pandemia de 2020. Por orden del gobierno la gente debía retirarse a sus casas a las 6 de la tarde y no volvían a salir hasta las 5 de la mañana del día siguiente. Los fines de semana el toque de queda empezaba al mediodía del sábado. Nadie se atrevía a pisar la calle, tanto por el riesgo de ser capturado por la policía, lo cual implicaba una multa y pasar la noche en la cárcel, como por el de contagiarse de Covid-19, la peligrosa enfermedad que causaba la muerte por falla respiratoria, choque séptico, fallo multiorgánico, y otras causas. La infección era tan contagiosa que la gente tenía que usar mascarillas y mantenerse a más de metro y medio unos de otros.

Los atardeceres de Junio de ese año fueron frescos. El final ideal para días calurosos y una caricia de alivio para los habitantes de la ciudad recluidos en sus casas. Las calles estaban desiertas pero las terrazas empezaron a recibir visitantes. Subir a caminar, leer un libro, hacer ejercicio, o simplemente a estar un rato disfrutando de la vista de los tejados y cúpulas se volvió una rutina para muchas personas.

Hacia el norte una pareja practicaba calistenia. Un poco más allá, en una terraza más grande, un grupo de muchachos jugaba una chamusca de fútbol. Hacia el este los techos recibían todo tipo de visitas, gatos, familias, grupos de amigos, niños. En el sur, en una terraza más baja, una pareja de adolescentes subía a disfrutar de su amistad. Sentados, platicaban y reían. Había tanto qué observar. Una pequeña colonia de palomas se había asentado en las cornisas de un edificio vecino. Un travieso cachorro encontró la forma de cruzar hacia los tejados cercanos. Salía, paseaba y regresaba. Los gatos eran los libérrimos dueños de aquellos espacios. Completamente indiferentes a todos los demás seres, vagaban sin voltear a ver a los perros que desde el suelo les ladraban frenéticos cuando los descubrían deambulando.

De todas las visiones desde las alturas, quizá la más extraña era la que ocurría cuando el sol se ocultaba y las penumbras empezaban a llenar el ambiente. Hacia el sur, un poco al este, se observaba luz en una ventana, en el segundo piso de una casa como a dos manzanas del edificio. Una pareja hacía ejercicios ahí. Todo normal, salvo una cosa, una especie de efecto óptico que hacía que se vieran más grandes para la distancia a la que se encontraban.

Al principio no le puso mucha atención a aquel fenómeno. De hecho, tardó varios días en darse cuenta. Por la ventana se veían grandes y claros, hasta el punto de que, ¿sería posible? Empezó a notar algunas de las facciones de sus rostros.

Además de la ventana tenían una puerta por la que alguna vez salía o entraba uno de los dos. Cuando la dejaban abierta sus siluetas y movimientos eran todavía más claros. Verlos se empezó a convertir en una adicción para él.

A las seis de la tarde sonaba una sirena que anunciaba el inicio del toque de queda. Después empezaban los ruidos intermitentes de bocinas de los autopatrullas de la policía que hacían sus rondas de vigilancia buscando a los que desafiaban la restricción de movilidad. El día agonizaba, y al caer la noche se encendía la luz y aparecía la pareja. Los observaba extasiado y el tiempo pasaba sin sentirlo. Luego, sin abandonar aquel estado de estupor, se encontraba de vuelta en su apartamento frente al televisor escuchando la retórica presidencial del informe de nuevos contagios y muertes por la epidemia, así como las medidas que se estaban tomando. Aquello era como querer detener la lluvia. Delante de todos transcurría una tragedia en cámara lenta, con un molesto presidente insistiendo en que las cosas estaban mejor de lo que parecían y en lo acertado de las medidas que había tomado.

Su mente prefería regresar a la visión de la terraza. ¿Cómo era posible que pudiera ver sus ojos tan claramente? ¿Sería acaso como ese efecto visual que nos hace creer que la luna es más grande cuando está más cerca del horizonte? Ilusión lunar. Sus ojos expresaban tanto. Ella era bella. Ambos lo eran. Atléticos y fuertes, hacían buena pareja.

Pero sus ojos eran más que bellos. Eran los ojos de alguien que ve el mundo con seguridad, sin ningún temor. Incapaces de asombrarse ante nada, sin ninguna inocencia. Impasibles ante las emociones de los demás. Al mismo tiempo, miraban y se apropiaban de lo que veían. Poseían y atrapaban. Ya no era posible dejar de mirarlos. Cuando perdía esa mirada, cuando esos ojos se apartaban, una sensación de desesperación se apoderaba de él. Tenía que volver a capturarlos. Era como si toda posible felicidad se apagara. Pero luego regresaban, y otra vez caía en su poder. ¿Cómo podía algo tan lejano atraparlo de esa manera?

Empezó a vivir para ese momento. Su trabajo, que antes le llenaba de satisfacciones, se convirtió en un estorbo, una molestia, una forma de gastar las horas antes de volver a la terraza para encontrarse de nuevo con ellos. A los pocos días lo despidieron. Dijeron algo de la situación tan difícil que estaban viviendo, de las ventas tan bajas, la economía destruida, lo difícil de hacer negocios en estos tiempos. No le importó. Sus amigos le dijeron adiós diciéndole que al menos así no se arriesgaría al contagio por ir a trabajar. Ahora era uno más de los miles de nuevos desempleados en época de pandemia.

Al caer la tarde subió de nuevo a la terraza para su rutina de observar. Chicos jugando fútbol al norte. Colonia de palomas en el edificio vecino. Adolescentes platicando al sur. Se entretuvo viendo a una mujer que hablaba animadamente por teléfono recostada en un balcón. Unas pequeñas figuras se movían por las ventanas de un lejano edificio. Sonó la sirena anunciando el toque de queda. Las calles quedaron vacías y todas las visiones empezaron a volverse oscuras. Ninguna estrella se atrevía a salir. Entonces se encendió la luz que él esperaba.

La pareja entró pausadamente a la habitación. Era increíble lo bien que los podía ver, pero aquello ya no le asombraba ni se preguntaba por qué sucedía. Iniciaron sus movimientos y pusieron música que él también podía escuchar. Rítmica. Era como si bailaran. Sus atléticos cuerpos realizaban complicadas rutinas con una elegancia que capturaba, como la cosa más fácil de hacer, como si aquellas posturas fueran naturales, indoloras, fluidas, armónicas, perfectas.

Estaban tan cerca que casi podía decir que estaba entre ellos. A su izquierda la mujer de ojos dominantes. A la derecha el hombre que parecía complacido de tener un visitante. Los movimientos siguieron al ritmo de la música. Estaba extasiado mirándolos. Quería unírseles, hacer aquellos ejercicios como ellos, bailar y bailar sin cansarse nunca, pero no podía. Su cuerpo estaba estático y no respondía a sus deseos. No importaba, podía conformarse con verlos. Ahora lo único que deseaba era que ella lo volviera a mirar con esos ojos. Estaban tan cerca. Su rostro perfecto estaba relajado. Sin duda disfrutaba lo que estaba haciendo. Sentía su mirada y la de su compañero y ella estaba conforme así, dejándose admirar.

Un momento después ella lo estaba viendo. No dejaba de mover brazos, piernas y caderas, pero sus ojos estaban fijos en él. Volvió a darse cuenta de lo imposible de aquello. Estaban a cientos de metros de distancia, pero parecía que los tres ocupaban la misma habitación. Ya no importaba si era posible o no. Ella lo estaba viendo como si supiera que él no podía resistir esa mirada. Con sus ojos se había adueñado de él. Lo poseía.

Extendió su brazo y le tendió una mano como invitándolo a venir. Por fin pudo moverse. Colocó su propia mano sobre la de ella y sintió su suavidad y delicadeza. Al tocarla todo su cuerpo cobró agilidad y pudo hacer lo que ellos hacían con la misma gracia, elegancia y perfección. Eso ya no importaba, estaba viendo sus ojos y eso lo hacía olvidar todo lo demás.

Al día siguiente lo encontraron muerto en la terraza. A nadie le sorprendió la causa, Covid-19, pero el pánico cundió en el edificio. Por 14 días nadie pudo entrar o salir. Se lavaron y desinfectaron todas las áreas. Sus cosas se las llevaron al parecer para quemarlas. Dijeron oraciones por su alma. Cayeron algunas lluvias y después de los 14 días su recuerdo empezó a desvanecerse.

Una tarde fresca, una vecina lo recordó. Subió a la terraza a decir algunas plegarias. Sonó la sirena que anunciaba el inicio del toque de queda. La noche cayó pronto aquel día. Ante su vista estaba el panorama que su vecino veía antes de morir. Hacia el sur, en el segundo piso de una casa se encendió una luz y unas figuras empezaron a moverse. Estaban muy claras a pesar de la distancia. Era una mujer y dos hombres. Uno de ellos se parecía mucho a su vecino muerto. Coincidencia. La mujer regresó a su casa a preparar la cena y a escuchar al presidente por televisión. Tantos contagiados, tantos muertos.

Fin.

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