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jueves, 14 de abril de 2022

El Aviso

Fue aquella una noche particularmente fría del mes de Febrero. Caminando de regreso a casa sentía la baja temperatura a pesar del abrigo y calcetines gruesos que llevaba puestos. El viento era helado. Sus articulaciones se sentían rígidas, como si la sangre se le estuviera congelando. Las pocas personas en la calle parecían anhelar estar en otro lugar. No mostraban ningún entusiasmo por estar ahí.

Un grupo de indigentes buscaba algo de calor formando un grupo. Sintió pena por ellos. La única expectativa que podían tener era la de una larga y fría noche tratando de aguantar hasta que el sol les calentara con sus rayos al día siguiente. ¿Qué los habría llevado hasta ahí? ¿Cómo pudo ser su vida para que terminaran de esa forma? No lo sabía. Había quienes decían aquella situación era una especie de castigo por su pereza, desinterés, o por haberse dejado llevar por el vicio y las drogas. No se atrevía a juzgarlos. En el fondo sentía que la razón por la que ellos estaban en la calle y él tenía un lugar a dónde ir era que tuvo un poco más de suerte.

Al llegar a su apartamento lo encontró frío y solitario. Desde la muerte de su esposa unos meses atrás, aquellas habitaciones parecían detenidas en el tiempo. Nada había cambiado de lugar. Él apenas limpiaba. Su esposa había contraído Covid-19 y los médicos le aconsejaron cuidarla en casa. Los hospitales estaban llenos, aunque no tanto como en los días más duros de la pandemia. Le dijeron que era probable que se recuperara sin mayores molestias. Mucha gente se estaba recuperando así. Se contagiaban, se aislaban y luego de un par de semanas, volvían a la normalidad. Quizá ese sería su caso.

Pero no fue así. Murió en casa y él pudo cuidarla hasta el final. Todo sucedió muy rápido desde el diagnóstico. Regresaron de hacerse la prueba juntos, caminando sin problemas, aunque con más fatiga que de costumbre. Les aconsejaron dormir en cuartos separados, usar la mascarilla en todo momento y tener juegos diferentes de platos y cubiertos para comer. Mientras él se recuperaba ella se debilitaba. Por ratos, respirar se le hacía muy difícil y parecía perder el conocimiento o entrar en un estado de desorientación y delirio. Con mucho cuidado, la colocaba acostada boca abajo. Eso la ayudaba.

En ese entonces tenían un perro. El fiel animal parecía comprender la situación y cuando ella sufría una crisis por las noches o en las madrugadas, se encargaba de ir a despertarlo para que la atendiera. Entraba corriendo en su habitación, ladrando y saltando para despertarlo, hasta que se levantaba y lo seguía a la pieza de ella. Luego de su muerte, el perro entristeció y a los pocos días murió también. Entonces se quedó solo. La prueba negativa de Covid-19, indicativa de su recuperación total, no le sirvió de consuelo.

Al menos el profundo frío de aquella noche le recordaba que seguía vivo. Apenas tuvo ánimos de comer algo y tomar un té antes de meterse a la cama. Estaba fría y solo después de un rato pudo entrar en calor. Se durmió inmediatamente. Pero algo muy extraño estaba por ocurrir.

Despertó más tarde al escuchar un sonido familiar. De hecho, no estaba muy seguro de estar despierto, no estaba seguro de nada y menos de lo que estaba viendo. Al pie de su cama estaba el perro, ladrando y saltando como cuando le avisaba que su esposa necesitaba ayuda para respirar. Su mente divagaba. De repente estaba de nuevo en aquellos días en que el dolor de ver sufrir a su esposa y la esperanza de su recuperación, le hacían levantarse inmediatamente sin pensar en su propio cansancio. La sensación era como la de entonces por lo que se apresuró a cumplir la rutina como un autómata, con la consciencia de la realidad en suspenso. El perro claramente indicaba lo que había que hacer. Tenía que ir a la habitación de su esposa enferma. Se detuvo un momento y luego empezó a caminar. Cuando llegó al cuarto estaba completamente desconcertado. Sin saber qué hacer, se sentó en la cama vacía, perfectamente hecha, con sábanas, cobijas, ponchos y almohadas. Se preguntaba si lo que había visto fue real o solamente un sueño.

Por un instante casi imperceptible, el ambiente se llenó de tensión. Inmediatamente, la tierra empezó a temblar con gran fuerza. Al pasar pesadamente los segundos sin detenerse el movimiento, se oyeron gritos de terror y torpes pasos de gente intentando salir a la calle. Era un gran temblor, quizá un terremoto.

Un estruendo se escuchó desde su propia habitación, pero él continuaba sin moverse sentado en la cama de su esposa. Luego de unos minutos, ya pasado el temblor, finalmente se atrevió a revisar lo que había pasado y caminó de regreso a su cuarto.

Sus ojos recorrieron la escena intentando explicar lo que veía. Las patas de un pesado ropero, carcomidas por polillas, habían cedido ante el zarandeo, cayendo y haciendo añicos el espejo de una de las puertas en la caída. Una máquina de coser, vieja y pesada, que pasaba los años sobre el ropero cual corona, había ido a dar justamente donde él dormía unos minutos antes. De haber estado ahí se habría llevado un golpe terrible.

Regresó a la habitación de su esposa y empezó a recoger las sábanas, cobijas, ponchos y almohadas, todo lo que pudo, haciendo con ellos un gran bulto. Con esfuerzo, se lo echó a la espalda y empezó a caminar hacia la calle. La gente, entre confundida y asustada, pensaba que había decidido pasar el resto de la noche a la intemperie, como precaución. No era así. Con paso resuelto se dirigió hacia donde había visto a los indigentes reunidos y les entregó las cobijas, mantas y almohadas. Algo ayudarían aquellas prendas para pasar el frío de la noche.

Regresó a su casa a limpiar el desorden. No tenía miedo de nuevos temblores. Tampoco sentía ya el intenso frío. Cuando terminó de limpiar, con gran esfuerzo quitó la vieja máquina de coser de la cama, la dejó en el suelo y se metió entre las sábanas. Solamente tenía un pensamiento: gracias por el aviso.

lunes, 3 de agosto de 2020

Los ojos de ella


Los Ojos de Ella

Ocurrió durante la gran pandemia de 2020. Por orden del gobierno la gente debía retirarse a sus casas a las 6 de la tarde y no volvían a salir hasta las 5 de la mañana del día siguiente. Los fines de semana el toque de queda empezaba al mediodía del sábado. Nadie se atrevía a pisar la calle, tanto por el riesgo de ser capturado por la policía, lo cual implicaba una multa y pasar la noche en la cárcel, como por el de contagiarse de Covid-19, la peligrosa enfermedad que causaba la muerte por falla respiratoria, choque séptico, fallo multiorgánico, y otras causas. La infección era tan contagiosa que la gente tenía que usar mascarillas y mantenerse a más de metro y medio unos de otros.

Los atardeceres de Junio de ese año fueron frescos. El final ideal para días calurosos y una caricia de alivio para los habitantes de la ciudad recluidos en sus casas. Las calles estaban desiertas pero las terrazas empezaron a recibir visitantes. Subir a caminar, leer un libro, hacer ejercicio, o simplemente a estar un rato disfrutando de la vista de los tejados y cúpulas se volvió una rutina para muchas personas.

Hacia el norte una pareja practicaba calistenia. Un poco más allá, en una terraza más grande, un grupo de muchachos jugaba una chamusca de fútbol. Hacia el este los techos recibían todo tipo de visitas, gatos, familias, grupos de amigos, niños. En el sur, en una terraza más baja, una pareja de adolescentes subía a disfrutar de su amistad. Sentados, platicaban y reían. Había tanto qué observar. Una pequeña colonia de palomas se había asentado en las cornisas de un edificio vecino. Un travieso cachorro encontró la forma de cruzar hacia los tejados cercanos. Salía, paseaba y regresaba. Los gatos eran los libérrimos dueños de aquellos espacios. Completamente indiferentes a todos los demás seres, vagaban sin voltear a ver a los perros que desde el suelo les ladraban frenéticos cuando los descubrían deambulando.

De todas las visiones desde las alturas, quizá la más extraña era la que ocurría cuando el sol se ocultaba y las penumbras empezaban a llenar el ambiente. Hacia el sur, un poco al este, se observaba luz en una ventana, en el segundo piso de una casa como a dos manzanas del edificio. Una pareja hacía ejercicios ahí. Todo normal, salvo una cosa, una especie de efecto óptico que hacía que se vieran más grandes para la distancia a la que se encontraban.

Al principio no le puso mucha atención a aquel fenómeno. De hecho, tardó varios días en darse cuenta. Por la ventana se veían grandes y claros, hasta el punto de que, ¿sería posible? Empezó a notar algunas de las facciones de sus rostros.

Además de la ventana tenían una puerta por la que alguna vez salía o entraba uno de los dos. Cuando la dejaban abierta sus siluetas y movimientos eran todavía más claros. Verlos se empezó a convertir en una adicción para él.

A las seis de la tarde sonaba una sirena que anunciaba el inicio del toque de queda. Después empezaban los ruidos intermitentes de bocinas de los autopatrullas de la policía que hacían sus rondas de vigilancia buscando a los que desafiaban la restricción de movilidad. El día agonizaba, y al caer la noche se encendía la luz y aparecía la pareja. Los observaba extasiado y el tiempo pasaba sin sentirlo. Luego, sin abandonar aquel estado de estupor, se encontraba de vuelta en su apartamento frente al televisor escuchando la retórica presidencial del informe de nuevos contagios y muertes por la epidemia, así como las medidas que se estaban tomando. Aquello era como querer detener la lluvia. Delante de todos transcurría una tragedia en cámara lenta, con un molesto presidente insistiendo en que las cosas estaban mejor de lo que parecían y en lo acertado de las medidas que había tomado.

Su mente prefería regresar a la visión de la terraza. ¿Cómo era posible que pudiera ver sus ojos tan claramente? ¿Sería acaso como ese efecto visual que nos hace creer que la luna es más grande cuando está más cerca del horizonte? Ilusión lunar. Sus ojos expresaban tanto. Ella era bella. Ambos lo eran. Atléticos y fuertes, hacían buena pareja.

Pero sus ojos eran más que bellos. Eran los ojos de alguien que ve el mundo con seguridad, sin ningún temor. Incapaces de asombrarse ante nada, sin ninguna inocencia. Impasibles ante las emociones de los demás. Al mismo tiempo, miraban y se apropiaban de lo que veían. Poseían y atrapaban. Ya no era posible dejar de mirarlos. Cuando perdía esa mirada, cuando esos ojos se apartaban, una sensación de desesperación se apoderaba de él. Tenía que volver a capturarlos. Era como si toda posible felicidad se apagara. Pero luego regresaban, y otra vez caía en su poder. ¿Cómo podía algo tan lejano atraparlo de esa manera?

Empezó a vivir para ese momento. Su trabajo, que antes le llenaba de satisfacciones, se convirtió en un estorbo, una molestia, una forma de gastar las horas antes de volver a la terraza para encontrarse de nuevo con ellos. A los pocos días lo despidieron. Dijeron algo de la situación tan difícil que estaban viviendo, de las ventas tan bajas, la economía destruida, lo difícil de hacer negocios en estos tiempos. No le importó. Sus amigos le dijeron adiós diciéndole que al menos así no se arriesgaría al contagio por ir a trabajar. Ahora era uno más de los miles de nuevos desempleados en época de pandemia.

Al caer la tarde subió de nuevo a la terraza para su rutina de observar. Chicos jugando fútbol al norte. Colonia de palomas en el edificio vecino. Adolescentes platicando al sur. Se entretuvo viendo a una mujer que hablaba animadamente por teléfono recostada en un balcón. Unas pequeñas figuras se movían por las ventanas de un lejano edificio. Sonó la sirena anunciando el toque de queda. Las calles quedaron vacías y todas las visiones empezaron a volverse oscuras. Ninguna estrella se atrevía a salir. Entonces se encendió la luz que él esperaba.

La pareja entró pausadamente a la habitación. Era increíble lo bien que los podía ver, pero aquello ya no le asombraba ni se preguntaba por qué sucedía. Iniciaron sus movimientos y pusieron música que él también podía escuchar. Rítmica. Era como si bailaran. Sus atléticos cuerpos realizaban complicadas rutinas con una elegancia que capturaba, como la cosa más fácil de hacer, como si aquellas posturas fueran naturales, indoloras, fluidas, armónicas, perfectas.

Estaban tan cerca que casi podía decir que estaba entre ellos. A su izquierda la mujer de ojos dominantes. A la derecha el hombre que parecía complacido de tener un visitante. Los movimientos siguieron al ritmo de la música. Estaba extasiado mirándolos. Quería unírseles, hacer aquellos ejercicios como ellos, bailar y bailar sin cansarse nunca, pero no podía. Su cuerpo estaba estático y no respondía a sus deseos. No importaba, podía conformarse con verlos. Ahora lo único que deseaba era que ella lo volviera a mirar con esos ojos. Estaban tan cerca. Su rostro perfecto estaba relajado. Sin duda disfrutaba lo que estaba haciendo. Sentía su mirada y la de su compañero y ella estaba conforme así, dejándose admirar.

Un momento después ella lo estaba viendo. No dejaba de mover brazos, piernas y caderas, pero sus ojos estaban fijos en él. Volvió a darse cuenta de lo imposible de aquello. Estaban a cientos de metros de distancia, pero parecía que los tres ocupaban la misma habitación. Ya no importaba si era posible o no. Ella lo estaba viendo como si supiera que él no podía resistir esa mirada. Con sus ojos se había adueñado de él. Lo poseía.

Extendió su brazo y le tendió una mano como invitándolo a venir. Por fin pudo moverse. Colocó su propia mano sobre la de ella y sintió su suavidad y delicadeza. Al tocarla todo su cuerpo cobró agilidad y pudo hacer lo que ellos hacían con la misma gracia, elegancia y perfección. Eso ya no importaba, estaba viendo sus ojos y eso lo hacía olvidar todo lo demás.

Al día siguiente lo encontraron muerto en la terraza. A nadie le sorprendió la causa, Covid-19, pero el pánico cundió en el edificio. Por 14 días nadie pudo entrar o salir. Se lavaron y desinfectaron todas las áreas. Sus cosas se las llevaron al parecer para quemarlas. Dijeron oraciones por su alma. Cayeron algunas lluvias y después de los 14 días su recuerdo empezó a desvanecerse.

Una tarde fresca, una vecina lo recordó. Subió a la terraza a decir algunas plegarias. Sonó la sirena que anunciaba el inicio del toque de queda. La noche cayó pronto aquel día. Ante su vista estaba el panorama que su vecino veía antes de morir. Hacia el sur, en el segundo piso de una casa se encendió una luz y unas figuras empezaron a moverse. Estaban muy claras a pesar de la distancia. Era una mujer y dos hombres. Uno de ellos se parecía mucho a su vecino muerto. Coincidencia. La mujer regresó a su casa a preparar la cena y a escuchar al presidente por televisión. Tantos contagiados, tantos muertos.

Fin.