jueves, 14 de abril de 2022

El Aviso

Fue aquella una noche particularmente fría del mes de Febrero. Caminando de regreso a casa sentía la baja temperatura a pesar del abrigo y calcetines gruesos que llevaba puestos. El viento era helado. Sus articulaciones se sentían rígidas, como si la sangre se le estuviera congelando. Las pocas personas en la calle parecían anhelar estar en otro lugar. No mostraban ningún entusiasmo por estar ahí.

Un grupo de indigentes buscaba algo de calor formando un grupo. Sintió pena por ellos. La única expectativa que podían tener era la de una larga y fría noche tratando de aguantar hasta que el sol les calentara con sus rayos al día siguiente. ¿Qué los habría llevado hasta ahí? ¿Cómo pudo ser su vida para que terminaran de esa forma? No lo sabía. Había quienes decían aquella situación era una especie de castigo por su pereza, desinterés, o por haberse dejado llevar por el vicio y las drogas. No se atrevía a juzgarlos. En el fondo sentía que la razón por la que ellos estaban en la calle y él tenía un lugar a dónde ir era que tuvo un poco más de suerte.

Al llegar a su apartamento lo encontró frío y solitario. Desde la muerte de su esposa unos meses atrás, aquellas habitaciones parecían detenidas en el tiempo. Nada había cambiado de lugar. Él apenas limpiaba. Su esposa había contraído Covid-19 y los médicos le aconsejaron cuidarla en casa. Los hospitales estaban llenos, aunque no tanto como en los días más duros de la pandemia. Le dijeron que era probable que se recuperara sin mayores molestias. Mucha gente se estaba recuperando así. Se contagiaban, se aislaban y luego de un par de semanas, volvían a la normalidad. Quizá ese sería su caso.

Pero no fue así. Murió en casa y él pudo cuidarla hasta el final. Todo sucedió muy rápido desde el diagnóstico. Regresaron de hacerse la prueba juntos, caminando sin problemas, aunque con más fatiga que de costumbre. Les aconsejaron dormir en cuartos separados, usar la mascarilla en todo momento y tener juegos diferentes de platos y cubiertos para comer. Mientras él se recuperaba ella se debilitaba. Por ratos, respirar se le hacía muy difícil y parecía perder el conocimiento o entrar en un estado de desorientación y delirio. Con mucho cuidado, la colocaba acostada boca abajo. Eso la ayudaba.

En ese entonces tenían un perro. El fiel animal parecía comprender la situación y cuando ella sufría una crisis por las noches o en las madrugadas, se encargaba de ir a despertarlo para que la atendiera. Entraba corriendo en su habitación, ladrando y saltando para despertarlo, hasta que se levantaba y lo seguía a la pieza de ella. Luego de su muerte, el perro entristeció y a los pocos días murió también. Entonces se quedó solo. La prueba negativa de Covid-19, indicativa de su recuperación total, no le sirvió de consuelo.

Al menos el profundo frío de aquella noche le recordaba que seguía vivo. Apenas tuvo ánimos de comer algo y tomar un té antes de meterse a la cama. Estaba fría y solo después de un rato pudo entrar en calor. Se durmió inmediatamente. Pero algo muy extraño estaba por ocurrir.

Despertó más tarde al escuchar un sonido familiar. De hecho, no estaba muy seguro de estar despierto, no estaba seguro de nada y menos de lo que estaba viendo. Al pie de su cama estaba el perro, ladrando y saltando como cuando le avisaba que su esposa necesitaba ayuda para respirar. Su mente divagaba. De repente estaba de nuevo en aquellos días en que el dolor de ver sufrir a su esposa y la esperanza de su recuperación, le hacían levantarse inmediatamente sin pensar en su propio cansancio. La sensación era como la de entonces por lo que se apresuró a cumplir la rutina como un autómata, con la consciencia de la realidad en suspenso. El perro claramente indicaba lo que había que hacer. Tenía que ir a la habitación de su esposa enferma. Se detuvo un momento y luego empezó a caminar. Cuando llegó al cuarto estaba completamente desconcertado. Sin saber qué hacer, se sentó en la cama vacía, perfectamente hecha, con sábanas, cobijas, ponchos y almohadas. Se preguntaba si lo que había visto fue real o solamente un sueño.

Por un instante casi imperceptible, el ambiente se llenó de tensión. Inmediatamente, la tierra empezó a temblar con gran fuerza. Al pasar pesadamente los segundos sin detenerse el movimiento, se oyeron gritos de terror y torpes pasos de gente intentando salir a la calle. Era un gran temblor, quizá un terremoto.

Un estruendo se escuchó desde su propia habitación, pero él continuaba sin moverse sentado en la cama de su esposa. Luego de unos minutos, ya pasado el temblor, finalmente se atrevió a revisar lo que había pasado y caminó de regreso a su cuarto.

Sus ojos recorrieron la escena intentando explicar lo que veía. Las patas de un pesado ropero, carcomidas por polillas, habían cedido ante el zarandeo, cayendo y haciendo añicos el espejo de una de las puertas en la caída. Una máquina de coser, vieja y pesada, que pasaba los años sobre el ropero cual corona, había ido a dar justamente donde él dormía unos minutos antes. De haber estado ahí se habría llevado un golpe terrible.

Regresó a la habitación de su esposa y empezó a recoger las sábanas, cobijas, ponchos y almohadas, todo lo que pudo, haciendo con ellos un gran bulto. Con esfuerzo, se lo echó a la espalda y empezó a caminar hacia la calle. La gente, entre confundida y asustada, pensaba que había decidido pasar el resto de la noche a la intemperie, como precaución. No era así. Con paso resuelto se dirigió hacia donde había visto a los indigentes reunidos y les entregó las cobijas, mantas y almohadas. Algo ayudarían aquellas prendas para pasar el frío de la noche.

Regresó a su casa a limpiar el desorden. No tenía miedo de nuevos temblores. Tampoco sentía ya el intenso frío. Cuando terminó de limpiar, con gran esfuerzo quitó la vieja máquina de coser de la cama, la dejó en el suelo y se metió entre las sábanas. Solamente tenía un pensamiento: gracias por el aviso.

lunes, 3 de agosto de 2020

Los ojos de ella


Los Ojos de Ella

Ocurrió durante la gran pandemia de 2020. Por orden del gobierno la gente debía retirarse a sus casas a las 6 de la tarde y no volvían a salir hasta las 5 de la mañana del día siguiente. Los fines de semana el toque de queda empezaba al mediodía del sábado. Nadie se atrevía a pisar la calle, tanto por el riesgo de ser capturado por la policía, lo cual implicaba una multa y pasar la noche en la cárcel, como por el de contagiarse de Covid-19, la peligrosa enfermedad que causaba la muerte por falla respiratoria, choque séptico, fallo multiorgánico, y otras causas. La infección era tan contagiosa que la gente tenía que usar mascarillas y mantenerse a más de metro y medio unos de otros.

Los atardeceres de Junio de ese año fueron frescos. El final ideal para días calurosos y una caricia de alivio para los habitantes de la ciudad recluidos en sus casas. Las calles estaban desiertas pero las terrazas empezaron a recibir visitantes. Subir a caminar, leer un libro, hacer ejercicio, o simplemente a estar un rato disfrutando de la vista de los tejados y cúpulas se volvió una rutina para muchas personas.

Hacia el norte una pareja practicaba calistenia. Un poco más allá, en una terraza más grande, un grupo de muchachos jugaba una chamusca de fútbol. Hacia el este los techos recibían todo tipo de visitas, gatos, familias, grupos de amigos, niños. En el sur, en una terraza más baja, una pareja de adolescentes subía a disfrutar de su amistad. Sentados, platicaban y reían. Había tanto qué observar. Una pequeña colonia de palomas se había asentado en las cornisas de un edificio vecino. Un travieso cachorro encontró la forma de cruzar hacia los tejados cercanos. Salía, paseaba y regresaba. Los gatos eran los libérrimos dueños de aquellos espacios. Completamente indiferentes a todos los demás seres, vagaban sin voltear a ver a los perros que desde el suelo les ladraban frenéticos cuando los descubrían deambulando.

De todas las visiones desde las alturas, quizá la más extraña era la que ocurría cuando el sol se ocultaba y las penumbras empezaban a llenar el ambiente. Hacia el sur, un poco al este, se observaba luz en una ventana, en el segundo piso de una casa como a dos manzanas del edificio. Una pareja hacía ejercicios ahí. Todo normal, salvo una cosa, una especie de efecto óptico que hacía que se vieran más grandes para la distancia a la que se encontraban.

Al principio no le puso mucha atención a aquel fenómeno. De hecho, tardó varios días en darse cuenta. Por la ventana se veían grandes y claros, hasta el punto de que, ¿sería posible? Empezó a notar algunas de las facciones de sus rostros.

Además de la ventana tenían una puerta por la que alguna vez salía o entraba uno de los dos. Cuando la dejaban abierta sus siluetas y movimientos eran todavía más claros. Verlos se empezó a convertir en una adicción para él.

A las seis de la tarde sonaba una sirena que anunciaba el inicio del toque de queda. Después empezaban los ruidos intermitentes de bocinas de los autopatrullas de la policía que hacían sus rondas de vigilancia buscando a los que desafiaban la restricción de movilidad. El día agonizaba, y al caer la noche se encendía la luz y aparecía la pareja. Los observaba extasiado y el tiempo pasaba sin sentirlo. Luego, sin abandonar aquel estado de estupor, se encontraba de vuelta en su apartamento frente al televisor escuchando la retórica presidencial del informe de nuevos contagios y muertes por la epidemia, así como las medidas que se estaban tomando. Aquello era como querer detener la lluvia. Delante de todos transcurría una tragedia en cámara lenta, con un molesto presidente insistiendo en que las cosas estaban mejor de lo que parecían y en lo acertado de las medidas que había tomado.

Su mente prefería regresar a la visión de la terraza. ¿Cómo era posible que pudiera ver sus ojos tan claramente? ¿Sería acaso como ese efecto visual que nos hace creer que la luna es más grande cuando está más cerca del horizonte? Ilusión lunar. Sus ojos expresaban tanto. Ella era bella. Ambos lo eran. Atléticos y fuertes, hacían buena pareja.

Pero sus ojos eran más que bellos. Eran los ojos de alguien que ve el mundo con seguridad, sin ningún temor. Incapaces de asombrarse ante nada, sin ninguna inocencia. Impasibles ante las emociones de los demás. Al mismo tiempo, miraban y se apropiaban de lo que veían. Poseían y atrapaban. Ya no era posible dejar de mirarlos. Cuando perdía esa mirada, cuando esos ojos se apartaban, una sensación de desesperación se apoderaba de él. Tenía que volver a capturarlos. Era como si toda posible felicidad se apagara. Pero luego regresaban, y otra vez caía en su poder. ¿Cómo podía algo tan lejano atraparlo de esa manera?

Empezó a vivir para ese momento. Su trabajo, que antes le llenaba de satisfacciones, se convirtió en un estorbo, una molestia, una forma de gastar las horas antes de volver a la terraza para encontrarse de nuevo con ellos. A los pocos días lo despidieron. Dijeron algo de la situación tan difícil que estaban viviendo, de las ventas tan bajas, la economía destruida, lo difícil de hacer negocios en estos tiempos. No le importó. Sus amigos le dijeron adiós diciéndole que al menos así no se arriesgaría al contagio por ir a trabajar. Ahora era uno más de los miles de nuevos desempleados en época de pandemia.

Al caer la tarde subió de nuevo a la terraza para su rutina de observar. Chicos jugando fútbol al norte. Colonia de palomas en el edificio vecino. Adolescentes platicando al sur. Se entretuvo viendo a una mujer que hablaba animadamente por teléfono recostada en un balcón. Unas pequeñas figuras se movían por las ventanas de un lejano edificio. Sonó la sirena anunciando el toque de queda. Las calles quedaron vacías y todas las visiones empezaron a volverse oscuras. Ninguna estrella se atrevía a salir. Entonces se encendió la luz que él esperaba.

La pareja entró pausadamente a la habitación. Era increíble lo bien que los podía ver, pero aquello ya no le asombraba ni se preguntaba por qué sucedía. Iniciaron sus movimientos y pusieron música que él también podía escuchar. Rítmica. Era como si bailaran. Sus atléticos cuerpos realizaban complicadas rutinas con una elegancia que capturaba, como la cosa más fácil de hacer, como si aquellas posturas fueran naturales, indoloras, fluidas, armónicas, perfectas.

Estaban tan cerca que casi podía decir que estaba entre ellos. A su izquierda la mujer de ojos dominantes. A la derecha el hombre que parecía complacido de tener un visitante. Los movimientos siguieron al ritmo de la música. Estaba extasiado mirándolos. Quería unírseles, hacer aquellos ejercicios como ellos, bailar y bailar sin cansarse nunca, pero no podía. Su cuerpo estaba estático y no respondía a sus deseos. No importaba, podía conformarse con verlos. Ahora lo único que deseaba era que ella lo volviera a mirar con esos ojos. Estaban tan cerca. Su rostro perfecto estaba relajado. Sin duda disfrutaba lo que estaba haciendo. Sentía su mirada y la de su compañero y ella estaba conforme así, dejándose admirar.

Un momento después ella lo estaba viendo. No dejaba de mover brazos, piernas y caderas, pero sus ojos estaban fijos en él. Volvió a darse cuenta de lo imposible de aquello. Estaban a cientos de metros de distancia, pero parecía que los tres ocupaban la misma habitación. Ya no importaba si era posible o no. Ella lo estaba viendo como si supiera que él no podía resistir esa mirada. Con sus ojos se había adueñado de él. Lo poseía.

Extendió su brazo y le tendió una mano como invitándolo a venir. Por fin pudo moverse. Colocó su propia mano sobre la de ella y sintió su suavidad y delicadeza. Al tocarla todo su cuerpo cobró agilidad y pudo hacer lo que ellos hacían con la misma gracia, elegancia y perfección. Eso ya no importaba, estaba viendo sus ojos y eso lo hacía olvidar todo lo demás.

Al día siguiente lo encontraron muerto en la terraza. A nadie le sorprendió la causa, Covid-19, pero el pánico cundió en el edificio. Por 14 días nadie pudo entrar o salir. Se lavaron y desinfectaron todas las áreas. Sus cosas se las llevaron al parecer para quemarlas. Dijeron oraciones por su alma. Cayeron algunas lluvias y después de los 14 días su recuerdo empezó a desvanecerse.

Una tarde fresca, una vecina lo recordó. Subió a la terraza a decir algunas plegarias. Sonó la sirena que anunciaba el inicio del toque de queda. La noche cayó pronto aquel día. Ante su vista estaba el panorama que su vecino veía antes de morir. Hacia el sur, en el segundo piso de una casa se encendió una luz y unas figuras empezaron a moverse. Estaban muy claras a pesar de la distancia. Era una mujer y dos hombres. Uno de ellos se parecía mucho a su vecino muerto. Coincidencia. La mujer regresó a su casa a preparar la cena y a escuchar al presidente por televisión. Tantos contagiados, tantos muertos.

Fin.

viernes, 8 de marzo de 2013

El Repartidor

El Repartidor

Cuando el semáforo de la Guardia de Honor dio verde se lanzó veloz a recorrer en bajada la cuesta de Vista Hermosa rumbo a la zona 15 donde esperaban la comida que llevaba como carga en la caja de su motocicleta. Era rápido. Con un hábil movimiento logró rebasar a un automóvil y colocarse frente a otro justo antes de que el primero iniciara su propia maniobra para adelantar.

En esos momentos recordaba uno de los consejos de su padre que fue mensajero con moto toda su vida: que quepás no quiere decir que podés meterte. En ocasiones él mismo se lo repetía a sus compañeros. Algunos no lo escuchaban y entonces reflexionaba sobre la sabiduría de su progenitor al ver los resultados... fatídicos en ocasiones.

Tenía que entregar aquella comida pronto y regresar igualmente veloz a recoger una nueva ración. Su jefe, el gerente del restaurante, siempre les recordaba lo importante que era la velocidad: no se trataba de una simple comida, era el prestigio de la marca y la satisfacción del cliente, que seguramente estaba ansioso por recibir su plato y disfrutarlo con su familia o amigos. El hambre y la espera podían arruinarlo todo. No importa qué tan bien preparada estaba la comida, retrasarse significaba entregarla fría y a clientes malhumorados.

¡Importante! Claro que él se tomaba en serio su trabajo, pero en su mente una carga importante y valiosa era algo muy diferente y no se llevaba con velocidad sino con responsabilidad y cuidado. Como cuando le tocó llevar a su mujer con dolores de parto al hospital hace cinco años. ¡Su mujer! Qué valiente había sido en aquella ocasión, sin quejarse de que no pudiera pagar el taxi o que no estuviera su cuñado para llevarlos en carro. Y cuando nació su varoncito, todo fue felicidad y sonrisas. Solo él sabía la sangre fría que había tenido que tener para conducir aquella noche.

Importante era la carga que llevaba los domingos cuando los tres montaban en la moto para ir de paseo o a visitar a su suegra. ¡Eso era llevar una carga importante! Lo de la comida era... valioso, era responsabilidad, era... trabajo, y por eso había que hacerlo rápido y él era rápido.

Pero no era el más rápido. Estaba seguro porque había participado en las competencias de motovelocidad que organizaban. En la categoría "Cobra" participaban motoristas con su moto de trabajo y aunque su moto estaba "nítida" y corrió lo mejor que pudo, solo alcanzó el tercer lugar. Le consolaba recordar otro consejo de su padre: hay que ser rápidos pero no imprudentes.

Con el tiempo había desarrollado una especie de sexto sentido, algo que le alertaba para no cometer imprudencias, y sabía que muchos motoristas tenían la misma habilidad. Una vez estaba en línea con otro en un cruce esperando a que el semáforo diera verde, su mirada atenta a la luz. Cuando cambió y se preparó para salir, aceleró la moto pero se contuvo, esperó una décima de segundo y entonces la vio: una camioneta de lujo 4x4 venía a toda velocidad y cruzó con osadía sin importarle el rojo. Volteó a ver a su compañero que también lo veía. Con solo ver sus ojos por la visera del casco sabía lo que quería decirle: nos salvamos.

Los vehículos agrícolas de lujo pueden ser la peor pesadilla de un motorista. Son grandes, pesados, rápidos, y usualmente tienen un conductor que se siente tan cómodo y seguro adentro que poco le importa poner atención al motorista que trae al lado. Es más, ni siquiera lo puede ver bien. Lo peor de todo es que son tan duros que al chocar con una moto apenas sienten el efecto, dentro y fuera, con lo que es fácil que decidan que es mejor darse a la fuga sin ayudar al golpeado que siempre lleva, por mucho, la peor parte.

Con todo, entregar comida no era un mal trabajo. El restaurante era popular y nunca escaseaban los pedidos. Al contrario. Los días de partido eran los más atareados. Los grupos de amigos se reunían en la casa de alguno, tomaban el teléfono y ordenaban comida, por montones. Por lo general al tocar la puerta se encontraba con una cara amable que lo recibía gustoso como a un amigo añorado. Algunos hasta le daban propina. Y si el partido era de la selección se sentían solidarios poniéndolo al tanto de cómo iban.

Pero no siempre era así. Había de todo. Clientes difíciles que encontraban defectos hasta en las servilletas. ¡Sí! En las servilletas, que si muy pocas, que si muy pequeñas, que si no vienen limpias... El jefe los había instruido en lo que había que hacer en esos casos: cero descuentos y se les invita a comunicarse con la empresa, y hasta podía recitar aquello de "puede ponerlo en el Facebook" aunque no estaba muy seguro de qué quería decir. Asunto terminado y salir rápido como decía el jefe.

¡Salir rápido! Ese oficinista no sabía lo que era salir rápido, pero de miedo. Como cuando lo agarraron de inocente y lo mandaron a entregar comida a aquella extraña colonia. Una mujer le abrió la puerta. Era joven, hermosa y con vestiduras que combinaban lo sensual con lo vulgar. Tenía bellos ojos, pero su mirada era triste. Le pagó en efectivo y se metió a la casa sin despedirse. La puerta la cerró un hombre fornido y de cabeza rapada que ni siquiera lo saludó pero que le transmitió un mensaje con solo verlo: vete rápido de aquí. Entonces se dio cuenta de dónde andaba y se montó en su moto que afortunadamente todavía estaba allí. Arrancó y salió tan rápido como pudo, sin atender al que gritaba a sus espaldas diciendo: ¡Hey vos! Aquí también queremos... vení. Cuando lo contrataron le dijeron que no entregaban en zonas rojas, ¿cómo fue a parar allí? ¡Pero ni loco volvía! Al regresar le contó su experiencia a sus compañeros y al jefe para asegurarse de que no tomaran pedidos en esa zona. Afortunadamente contaba con el apoyo de ambos para eso.

Al final del día hacían un balance del número de pedidos que cada cual había entregado en el turno. Sus números iban bien, sus tiempos eran buenos, había trabajo y había cheque en cada quincena. Se sentía satisfecho y productivo al ver todo aquello y se iba a su casa tranquilo.

Volvió a concentrarse en su camino en la bajada de Vista Hermosa que le gustaba tomar a casi 80 kilómetros por hora. Con un rápido movimiento de la mano se levantó la visera del casco y dejó que el viento fresco del día nublado le bañara la cara, aceleró dejando atrás a varios automóviles y pensó: "tengo el mejor trabajo del mundo".

lunes, 18 de enero de 2010

Ultima parte: el futuro del mundo de las cucarachas

Final

Si las cucarachas descubrirán o no la tercera dimensión o si la presión producida será tal que colapsará las planchas y destruirá su mundo bidimensional es algo que se verá cuando logren construir y hacer funcionar el supercompresor.

En todo caso, ¿cómo reaccionarán al darse cuenta de que existe un mundo tridimensional? ¿Qué les parecerá si encuentran otras cucarachas que de hecho están habituadas a tres dimensiones? ¿Podrán adaptar sus sentidos y su modelo mental del mundo – hasta ahora enfocados en dos dimensiones – al universo donde existe arriba y abajo?

Eso habrá que verlo.

sábado, 16 de enero de 2010

Cuarta parte: El mundo de la postguerra

Injusticia


Pasó el tiempo y poco a poco todas fueron volviendo a sus actividades normales, incluyendo las científicas. Algunas acusaron injustamente a estas últimas de ser las responsables de desarrollo del arma tan destructiva que había acabado la guerra destruyendo un par de ciudades de las cucarachas enemigas. No se daban cuenta de que la responsabilidad del artefacto había sido de un equipo local que sólo había aprovechado algunos de los conocimientos que las científicas les habían revelado.

También se trató injustamente a las tecnologías involucradas. Primero fueron vistas como la solución a los problemas energéticos del mundo de las cucarachas, pero como algunas seguían insistiendo en utilizarlas como armas y todas recordaban la radiación que todavía podía sentirse en los lugares destruidos, pronto se desarrollaron sentimientos contrarios a ellas y surgieron grupos extremistas que se oponían a cualquier forma de su utilización.


El supercompresor

Las científicas siguieron haciendo investigaciones y algunas generaciones más adelante descubrieron los trabajos y experimentos de la cucaracha que había propuesto la existencia de una tercera dimensión. Pronto se dieron cuenta de que aquello podría llevarse adelante de nuevas formas e idearon variaciones del experimento original y para ello diseñaron un artefacto que sería lo más avanzado que cucaracha alguna hubiese ideado jamás.

El supercompresor fue diseñado con 8 largas filas de cucarachas apuntando todas hacia el centro. En cada línea las cucarachas están alineadas unas detrás de otras para empujar hacia el mismo punto central, que de esa forma resultará comprimido por una gran fuerza.

El trozo de material puesto en el centro sería expuesto a tal presión – así razonaban las científicas – que tendrá que expandirse hacia la tercera dimensión de una forma que resultará medible aún para sus instrumentos que – al igual que sus sentidos y su comprensión natural del mundo – estaban enfocados en mediciones bidimensionales.


Incomprensión

Aún cuando el supercompresor era sólo un proyecto que iba a ser construido, muchos grupos de cucarachas empezaron a oponerse argumentando que el artefacto podría desatar fuerzas similares a las que habían causado destrucción masiva en la guerra y que de hecho podría terminar destruyendo todo el mundo.

Las científicas intentaron explicar que estas creencias eran infundadas y que el experimento no produciría ninguna destrucción, pero como muchas ni siquiera entendían completamente en qué consistía todo, mantenían una oposición irracional como una especie de medida de precaución.

Nunca se pudo llegar a un entendimiento completo entre las científicas y las opositoras radicales.

jueves, 14 de enero de 2010

Tercera parte: Problemas en el mundo de las cucarachas

Guerra

Un grupo de cucarachas rubias entró en una especie de locura colectiva y animada irracional pero muy fervorosamente por sus líderes, declaró la guerra al resto de cucarachas en alianza con otro grupo donde los individuos eran más pequeños y de ojos con formas extrañas.

En su afán por afirmar su superioridad racial decidieron expulsar de su territorio a todas las cucarachas que no eran rubias. Entre estas se encontraban algunas científicas.

Emigraron a una región del mundo donde fueron bien recibidas y pudieron continuar sus investigaciones.

Las cucarachas locales descubrieron sus conocimientos y desarrollaron un artefacto capaz de desprender parte de la plancha superior del mundo.

Pronto se dieron cuenta de que podían utilizar aquello como un arma para ganar la guerra.

Como las cucarachas rubias ya estaban derrotadas, hicieron caer una amplia porción de la plancha superior sobre importantes colonias de las cucarachas de ojos con formas extrañas matándolas en el acto. Con esto se obtuvo la rendición de ese grupo y la guerra terminó.


Radiación

El lugar donde se desprendió parte de la plancha superior quedó cubierto de escombros y cuando las cucarachas lo visitaron notaron por primera vez el desnivel que había producto de ellos.


Como no sabían cómo interpretar aquella sensación extraña que les resultaba completamente nueva, al punto que les produjo desajustes en su sistema digestivo – acostumbrado hasta entonces a mantenerse a un mismo nivel – y en su sentido de la orientación, le llamaron radiación y pronosticaron que la situación regresaría a la normalidad luego de unos años, pero mientras tanto nadie debía visitar aquella área, por el peligro de contaminarse.

lunes, 11 de enero de 2010

Segunda parte: La ciencia de las cucarachas

Inteligencia y mitos

Con el paso del tiempo nuevas generaciones de cucarachas fueron naciendo en aquel mundo, incluso llegaron a desarrollar inteligencia, aunque siendo honestos, no mucha.

Por ello también desarrollaron mitos. Ocasionalmente notaban la lejana presencia de otros seres y se llegó a saber que algunos hasta las cazaban para comérselas, pero sus sentidos adaptados a la bidimensionalidad no los podían percibir enteramente. Por ello los llamaron demonios e inventaron historias sobre su maldad.

Otros de esos seres eran buenos y les proporcionaban alimentos exquisitos aunque de forma más bien arbitraria. Nunca se sabía dónde aparecerían o que clase de comida les darían. A ellos los llamaron ángeles.

Pronto se dieron cuenta de la importancia de educar a las nuevas generaciones y establecieron escuelas primarias que luego complementaron con secundarias y universidades.

Algunas cucarachas se dedicaron a estudiar su mundo, aprendiendo más de él para luego comunicar ese conocimiento en las aulas universitarias.


Física

Una de esas cucarachas estudiosas, llamadas científicas, empezó a formular teorías extrañas y extremadamente difíciles de comprender para sus congéneres, acerca de una tercera dimensión, diferente a las dos que eran habituales para el resto.

La física que conocían les enseñaba que podían aplicar fuerzas de cierta forma con sus cabezas sobre un trozo de alimento (se necesitaban dos cucarachas para ello) y de esa forma comprimirlo hasta volverlo polvo o papilla suave.

A la cucaracha científica se le ocurrió hacer experimentos con este procedimiento con trozos grandes de comida, haciendo que varias cucarachas ayudaran a empujar de cada lado de forma que la fuerza aplicada resultaba grande.

De sus experimentos esperaba poder encontrar un indicio de la tercera dimensión espacial, ya que – así razonaba – si la fuerza era grande y el espacio pequeño entonces el trozo de comida tendría que pasar a ocupar un espacio que estaba fuera de las dos dimensiones conocidas.

Los experimentos resultaron bien pero la cucaracha no fue capaz de notar y medir nada más que pequeñas desviaciones fuera de las dos dimensiones, así que concluyó que la tercera dimensión debería ser "muy pequeña".


Curvatura

Murió la cucaracha científica pero nuevas generaciones descubrieron y continuaron sus estudios, convirtiéndose también en cucarachas de ciencia.

Una de ellas, muy inteligente, se dio cuenta de que la teoría de su antecesora implicaba la posibilidad de que el mundo que habitaban fuese en realidad curvo o al menos tuviese cierta curvatura. Probablemente nadie podría notarlo pero si en un hipotético viaje podía alcanzarse un punto muy lejano en menos tiempo del que tomaba llegar a él siguiendo una línea recta entonces estaría probado que el mundo tenía más de dos dimensiones y que no era plano sino curvo.

Nuevamente estas teorías fueron poco comprendidas.